Capítulo 1 – La concha en el cajón
El día que despidieron a Vera no se rompió ninguna silla, no se alzaron voces, no hubo escenas que merecieran titulares. Todo ocurrió en una oficina aséptica, iluminada con un fluorescente que dejaba en evidencia hasta el polvo acumulado en los rincones. El jefe habló con frases medidas, como si las hubiera ensayado la noche anterior frente al espejo: “reestructuración inevitable”, “valoramos tu entrega”, “no depende de nosotros”. Vera asintió sin interrumpir, como siempre había hecho. Aceptaba lo que le decían con esa compostura aprendida a lo largo de toda una vida: no llorar, no protestar, no pedir explicaciones de más. Sostuvo la carta de despido con la misma firmeza con la que solía archivar documentos. Por fuera, parecía que nada se movía. Por dentro, sin embargo, algo se derrumbaba en silencio, como un edificio que se desploma sin que nadie lo escuche.
Al salir del edificio, la calle le pareció la misma de siempre: coches pasando con prisa, niños saliendo del colegio, un repartidor que discutía por el móvil. Nadie sabía que ella acababa de perder el lugar en el que había pasado casi media vida. Caminó despacio, como si cada paso la hundiera en una realidad que no terminaba de asimilar. Sentía que, si avanzaba demasiado rápido, la verdad le caería encima con todo su peso. Llegó a casa y abrió la puerta. La recibió un silencio que ya no era descanso, sino vacío. Dejó el bolso sobre la silla, se quitó los zapatos y se dejó caer en el sofá con la carta todavía en la mano. No lloró. Aún no. Solo se quedó mirando al techo, escuchando el eco de una frase que se repetía en su cabeza: ya no eres necesaria.
El piso estaba igual que siempre: los muebles ordenados, las plantas regadas, la mesa con las revistas apiladas. Pero ella lo veía distinto, como si hubiera un velo entre sus ojos y la realidad. De pronto, ese espacio que tantas veces había sentido seguro se convirtió en un lugar extraño. Las paredes parecían más estrechas, el silencio más áspero, el aire más pesado. Había perdido un trabajo, sí, pero lo que realmente se tambaleaba era su identidad. Durante años había sido la coordinadora eficiente, la mujer que lo resolvía todo, la que siempre tenía una lista preparada y una respuesta a mano. Y ahora, sin oficina, sin teléfono que sonara cada minuto, ¿quién era?
Se levantó casi por instinto y empezó a ordenar. Abrió un cajón y luego otro, como si al poner en orden los objetos pudiera también ordenar lo que sentía. Entre papeles, recibos y recuerdos antiguos, apareció algo que no esperaba: una concha de vieira. Estaba guardada en una bolsa de tela, medio olvidada, con un hilo descolorido que alguna vez había servido para colgarla. Vera la sostuvo en la mano y el tiempo se dobló. Recordó un viaje corto que había hecho de joven, apenas unos días en el Camino de Santiago. Había recibido esa concha como símbolo, como promesa de un día recorrerlo entero. Nunca lo hizo. Siempre había algo más urgente: el trabajo, su hijo pequeño, las facturas, el miedo a dejar la rutina. La concha quedó guardada en el cajón, callada, como esperando su momento. Y ahora estaba ahí, brillando bajo la luz artificial de la lámpara, como si acabara de ser colocada para llamarla.
Vera la apretó en los dedos. La superficie era rugosa, pero transmitía una calidez extraña. Se dio cuenta de que, en ese instante, lo único que tenía en sus manos no era una carta de despido, sino una oportunidad. Tal vez la vida le estaba diciendo que había llegado la hora de cumplir aquella promesa pendiente. Tal vez este vacío no era un final, sino un umbral. La idea la descolocó. Durante años había vivido pegada a rutinas, convencida de que su papel era sostener y cumplir. Y ahora, de pronto, se abría un espacio para preguntarse qué quería realmente.
Se preparó un café, pero apenas lo probó. Caminaba por la casa con la concha en la mano, incapaz de dejarla en la mesa. Le venían recuerdos de su juventud, de la energía que tenía entonces, de la risa que se escapaba con más facilidad. Le parecía casi increíble haber sido esa mujer. Con el tiempo, se había ido convirtiendo en alguien eficiente, útil, pero invisible para sí misma. Miró la concha y pensó: quizá no sea tarde.
Esa noche no pudo dormir. Se giraba de un lado a otro en la cama, con la concha en la mesilla, brillando bajo la penumbra. Cerraba los ojos y veía caminos de tierra, bosques, pueblos pequeños. Escuchaba risas de otros peregrinos, imaginaba el tintinear de mochilas, el murmullo de pasos compartidos. Su corazón se aceleraba, como si esas imágenes la estuvieran llamando. No sabía cómo empezar, no tenía botas ni mochila, no conocía las rutas. Pero en su interior sentía algo que no había sentido en mucho tiempo: un deseo genuino, un impulso que no nacía de la obligación, sino de la necesidad de reencontrarse.
Al amanecer, se levantó y encendió el ordenador. Buscó “Camino de Santiago” y apareció un mapa lleno de flechas amarillas, rutas que atravesaban pueblos y montañas, nombres que evocaban historia y vida. Se quedó mirando la pantalla mucho rato. No era un viaje turístico lo que buscaba; era otra cosa. Era un viaje hacia dentro. Mientras el café se enfriaba en la taza, empezó a imaginarse con la mochila al hombro, cruzando puentes, saludando desconocidos, durmiendo en albergues. La idea la asustaba y la emocionaba al mismo tiempo. No tenía certezas, pero algo en su interior le dijo que debía hacerlo.
Hizo una lista rápida en un papel: botas, mochila, ropa ligera, protector solar, botiquín. Luego la miró y sintió que volvía a su antiguo hábito de llenarse de “por si acaso”. Arrugó la hoja y la tiró a la papelera. Esta vez no quería viajar cargada. Quería aprender a confiar en lo suficiente. Esa decisión, tan pequeña en apariencia, fue su primer gesto de libertad.
El resto del día transcurrió en un vaivén de dudas y determinación. A ratos pensaba que estaba loca, que era una irresponsable por lanzarse a algo así a los cincuenta años. Pero luego volvía a mirar la concha y sentía una certeza nueva: es ahora o nunca. Se sorprendió sonriendo al espejo, como si se viera por primera vez en mucho tiempo.
Por la tarde, fue a una tienda de montaña. El dependiente le mostró mochilas de distintos tamaños, botas resistentes, bastones de senderismo. Ella escuchaba atenta, pero no quería perderse en tecnicismos. Eligió una mochila mediana, unas botas cómodas y un impermeable sencillo. Cuando salió de la tienda con la bolsa en la mano, sintió que llevaba más que objetos: llevaba un comienzo.
De regreso a casa, extendió la mochila sobre la cama y comenzó a llenarla. Cada cosa que guardaba le planteaba una pregunta: ¿me necesitas de verdad? Una muda, sí. Un impermeable, sí. Un frasco de crema que siempre llevaba por costumbre, no. Lo dejó a un lado. Era como si en cada decisión estuviera entrenando un músculo que había tenido dormido: el de elegir lo esencial.
Esa noche, mientras doblaba una camiseta ligera, pensó en Marcos, su hijo. Recordó la primera vez que lo llevó de la mano al colegio, lo frágil que le pareció entonces, y la fuerza con la que había sostenido todo desde ese día. Ahora él era adulto, con su propia vida, y ella se preguntaba cómo reaccionaría si supiera de su decisión. Quizá lo vea como una locura, pensó. Pero tal vez también entendiera que no se trataba de huir, sino de encontrarse.
El día siguiente lo dedicó a cerrar asuntos prácticos: llamar a la compañía de luz, organizar papeles, dejar la nevera medio vacía. No quería que nada la retuviera. Al atardecer, volvió a abrir el cajón donde había encontrado la concha. El espacio vacío le pareció simbólico. Allí donde antes había estado guardada su promesa, ahora quedaba un hueco. Un lugar listo para lo nuevo.
Esa noche, antes de dormir, volvió a sostener la concha. No rezó, no pidió nada. Solo susurró:
—Vamos a empezar.
Se acostó con el corazón latiendo más fuerte que de costumbre, como si la vida entera hubiera estado esperando ese instante.
La mañana siguiente amaneció gris, con una llovizna fina que golpeaba los cristales. Vera se despertó antes de que sonara el despertador, como si el propio cuerpo supiera que algo nuevo estaba a punto de empezar. Preparó un café fuerte y se sentó frente a la mesa con la concha en las manos. El sonido de la lluvia le acompañaba, y en medio de ese murmullo comenzó a repasar en su cabeza lo que significaba dar un paso tan grande.
Había trabajado toda su vida organizando cosas: agendas, presupuestos, reuniones. Era buena controlando detalles, anticipando problemas, resolviendo para otros. Pero nunca se había permitido resolver para sí misma. Se dio cuenta de que, en realidad, lo que le daba miedo no era caminar kilómetros ni dormir en literas compartidas. Lo que la asustaba era mirarse de frente, sin excusas ni disfraces. El Camino, lo intuía, no era un recorrido exterior, sino un espejo que le pondría delante todo lo que había evitado durante años.
Abrió el ordenador otra vez y buscó más información sobre las rutas. Había tantas posibilidades: el Camino Francés, el Portugués, el del Norte. Leía testimonios de gente que hablaba de encuentros inesperados, de momentos de crisis, de aprendizajes profundos. En cada relato sentía que había un mensaje escondido para ella. No sabía cuál elegir, pero comprendió que no era tan importante la ruta como la decisión de caminar. El mapa en la pantalla no era más que una excusa: lo esencial era que estaba lista para empezar.
Se levantó, abrió el armario y comenzó a probar ropa. Descubrió lo difícil que era elegir poco. Tenía el impulso de meter varias camisas, dos pares de pantalones, un neceser lleno de “por si acaso”. Pero cada vez que lo hacía, la mochila parecía devolverle la pregunta: ¿de verdad necesitas todo esto? Se detuvo frente a un pantalón caro que había comprado para la oficina y nunca se había puesto. Lo sostuvo un momento y pensó: no me sirve para caminar, no me sirve para vivir ligera. Lo devolvió al cajón. Eligió una muda cómoda, un chubasquero, un jersey ligero. Aprendía, paso a paso, que cargar de más era repetir lo de siempre: acumular peso para sentir control. Y el control era lo que estaba dispuesta a soltar.
A media mañana sonó el teléfono. Era una excompañera de trabajo que había oído del despido. Vera dudó en contestar, pero al final atendió. La voz del otro lado era amable, cargada de compasión: “qué pena, con lo eficiente que eres, seguro que te encuentras otra cosa pronto”. Vera agradeció, pero al colgar sintió un vacío. Se dio cuenta de que no quería encontrar “otra cosa pronto” para repetir la misma historia. Lo que necesitaba no era un nuevo puesto, sino un nuevo comienzo. No un reemplazo, sino una transformación.
Salió a la calle con la mochila casi lista. Caminó hasta la librería del barrio y pidió una guía del Camino. El librero, un hombre mayor con gafas gruesas, le preguntó si pensaba hacerlo. Vera asintió, y él sonrió con complicidad. “No se preocupe si no sabe por dónde empezar. El Camino se encarga de mostrarle”. Esa frase le quedó grabada. Era como si confirmara lo que ella intuía: no tenía que tener todo planeado, bastaba con dar el primer paso.
De vuelta en casa, abrió la guía y comenzó a leer sobre los pueblos, las etapas, los albergues. Cada nombre la llenaba de curiosidad. No sabía nada de esas personas ni de esos lugares, pero se sintió convocada. Al pasar las páginas, pensaba en lo diferente que era leer sobre el Camino y caminarlo. Y comprendió que la única manera de descubrirlo era vivirlo.
Esa tarde se sentó con una libreta. No era un diario, no quería escribir reflexiones largas. Solo hizo una lista breve de intenciones:
1. Aprender a llevar lo suficiente.
2. Escuchar el silencio sin miedo.
3. Encontrar mi propio ritmo.
La miró y sonrió. Era la primera lista de su vida que no estaba llena de tareas ni de obligaciones. Era una lista para ella. Y eso la emocionó.
Los días siguientes se sucedieron entre preparativos y dudas. Algunas noches despertaba sobresaltada pensando: ¿y si no puedo? ¿y si me pierdo? ¿y si me enfermo? Pero luego volvía a recordar la concha en su mesilla, y sentía que el miedo era parte del viaje. Quizá el verdadero Camino empezaba antes de poner un pie en la primera etapa: empezaba en esa lucha interna entre el miedo y la confianza.
Una tarde, mientras caminaba por su barrio para entrenar con las botas nuevas, se encontró con un hombre mayor que paseaba despacio. Él la miró, vio la mochila y le dijo con naturalidad: “pareces peregrina”. Vera rió, sorprendida. “Todavía no”, respondió. “Ya lo eres”, contestó él, y siguió su camino. Esa frase se le quedó clavada. Quizá ser peregrina no era cuestión de credenciales ni de kilómetros, sino de actitud.
El día antes de partir, organizó todo en la mochila. El espacio era limitado, y eso le obligaba a elegir con cuidado. Cada prenda que guardaba le daba la sensación de estar haciendo sitio también dentro de sí misma. Dejó fuera varias cosas que antes habrían sido imprescindibles: maquillaje, libros, cargadores innecesarios. Aprendía a soltar. Al cerrar la cremallera, sintió una mezcla de nervios y alivio. Ya no había marcha atrás.
Esa noche llamó a Marcos, su hijo. No le dio demasiados detalles. Solo le dijo que se iba unos días, que necesitaba caminar, que quería tiempo para ella. Hubo un silencio al otro lado. Marcos no preguntó mucho, pero Vera supo que lo había entendido. Y con eso bastaba.
Se acostó temprano, aunque el sueño tardó en llegar. Sentía el corazón acelerado, como si ya estuviera en camino. Antes de cerrar los ojos, tomó la concha y la colocó sobre la mochila. Quería que fuera lo primero que tocara al despertar.
La madrugada siguiente, cuando sonó el despertador, no lo necesitó. Se levantó de inmediato, se vistió con ropa cómoda y ajustó la mochila sobre sus hombros. El peso era real, pero no la asustaba. Abrió la puerta de casa y se detuvo un segundo en el umbral. El silencio de la calle a esa hora era distinto: no vacío, sino lleno de posibilidades. Dio un paso, luego otro. El Camino había empezado.
El autobús que la llevaba hasta el punto de inicio del Camino avanzaba con lentitud por carreteras secundarias, rodeadas de prados verdes y aldeas que parecían detenidas en el tiempo. Vera observaba por la ventanilla los campos salpicados de vacas, los muros de piedra cubiertos de musgo, los tejados de pizarra brillando con la humedad de la mañana. Todo era nuevo y familiar a la vez, como si hubiera estado en ese paisaje en algún sueño antiguo.
No llevaba música ni libros, solo la mochila apoyada en sus rodillas y la concha atada a uno de los tirantes. Cada tanto la rozaba con la mano, como para asegurarse de que seguía ahí. El tintineo suave se mezclaba con el murmullo del motor del autobús y el murmullo de su propia mente. Pensaba en lo que había dejado: una oficina vacía, una rutina que ya no la sostenía, un hijo que caminaba su propia vida. Pensaba también en lo que venía: kilómetros de incertidumbre, ampollas, conversaciones con desconocidos, noches en literas compartidas. Todo eso le daba miedo y, al mismo tiempo, le producía una extraña calma. Era como si se hubiera permitido, al fin, salir de un molde demasiado estrecho.
El autobús la dejó en un pequeño pueblo de casas bajas. El aire olía a leña húmeda y a pan recién horneado. Vera bajó despacio, ajustándose la mochila, y miró alrededor. Había peregrinos con mochilas grandes, bastones de senderismo, rostros cansados pero sonrientes. Algunos parecían expertos, otros tan perdidos como ella. Se acercó al albergue municipal y entró. La hospitalera, una mujer de unos sesenta años con el cabello recogido en un moño desordenado, le pidió la credencial. Vera la extendió con un temblor en las manos. Cuando la mujer estampó el primer sello, el sonido del cuño sobre el papel resonó como un inicio solemne. Ese gesto, tan simple, la conmovió más de lo esperado. Tenía en sus manos la prueba de que estaba empezando algo real.
Esa noche, al instalarse en la litera asignada, se sintió torpe. No sabía bien cómo organizar la mochila en el reducido espacio, dónde dejar las botas, cómo saludar a los demás peregrinos sin parecer extraña. Se sorprendió observando a otros: una pareja joven que se reía mientras comparaba mapas, un hombre mayor que ordenaba su equipo con la precisión de un militar, una mujer extranjera que escribía en una libreta. Vera respiró hondo. No tenía que encajar de inmediato. Solo tenía que estar allí.
Cuando apagaron las luces, el murmullo de voces se transformó en silencio. Vera se recostó, con la mochila al alcance de la mano, y escuchó su propio corazón. No repasó listas, no planificó. Simplemente se dejó llevar por el cansancio y por la certeza de que había cruzado un umbral.
A la mañana siguiente, el sonido de mochilas cerrándose y botas golpeando el suelo la despertó. El aire estaba impregnado de expectación. Se levantó, se vistió y bajó al comedor. El desayuno era sencillo: pan, mantequilla, café aguado. Vera comió en silencio, observando a los demás. Se sentía como una niña en su primer día de escuela, rodeada de desconocidos que pronto se volverían familiares.
Salió del albergue con la mochila a la espalda. El cielo estaba cubierto, pero no llovía. Siguió las primeras flechas amarillas pintadas en muros y postes. Cada vez que veía una, sentía una mezcla de alivio y de emoción: alguien había dejado esa señal para guiarla. Era como si la vida le estuviera diciendo: sigue, estás en el camino correcto.
El sendero se abría entre campos y bosques. El canto de los pájaros la acompañaba, junto con el crujido de las hojas secas bajo sus botas nuevas. El peso de la mochila la hacía sudar, pero no se quejaba. Cada paso era una afirmación: estoy aquí, estoy viva, estoy empezando.
Al mediodía, se detuvo en un pequeño bar de carretera donde varios peregrinos descansaban. Pidió una tortilla y una botella de agua. Se sentó sola en una mesa, observando a los demás. Algunos hablaban en idiomas que no entendía, otros compartían pan y risas. Se sintió tímida, pero no incómoda. Por primera vez en años, disfrutaba de estar sin tener que decir nada, sin tener que demostrar nada.
Después de comer, retomó el camino. El sol había salido y el calor le golpeaba la espalda. El sudor le corría por la frente, y las botas empezaban a rozarle los pies. Se detuvo a revisar y descubrió una pequeña ampolla en el talón. Se rió sola: apenas había empezado y ya tenía la primera marca del Camino. Recordó lo que había leído: las ampollas son la voz del cuerpo cuando el alma quiere ir demasiado rápido. Decidió que caminaría más despacio, sin apuro, escuchando su propio ritmo.
La tarde se alargó entre colinas y aldeas diminutas. En cada cruce, la flecha amarilla aparecía como un recordatorio de que alguien había pasado antes, de que no estaba sola. Ese símbolo la conmovía: un trazo sencillo de pintura que sostenía a miles de personas en su búsqueda.
Cuando llegó al siguiente albergue, estaba agotada. El hospitalero la recibió con una sonrisa y le ofreció una cama. Vera se duchó con agua tibia y se cambió de ropa. Se sintió ligera, como si el cansancio fuera también limpieza. Esa noche, al acostarse, la ampolla le dolía un poco, pero no importaba. Se durmió con una certeza: el Camino le estaba hablando desde el primer día.
El amanecer en el albergue llegó con un murmullo de mochilas abriéndose, cremalleras cerrándose y voces bajas que se cruzaban como un coro improvisado. Vera abrió los ojos con dificultad: había dormido profundamente, pero el cansancio seguía en su cuerpo como una capa densa. Aun así, se levantó sin quejarse. Se vistió con calma, ajustó la mochila y, antes de salir, tocó la concha colgada en el tirante. El sonido mínimo le recordó que estaba en camino.
El aire de la mañana era frío y húmedo. El cielo todavía estaba gris, con una neblina que se levantaba despacio sobre los prados. Vera comenzó a andar siguiendo las flechas amarillas pintadas en las piedras. El silencio de la naturaleza la rodeaba, interrumpido solo por el canto de un gallo a lo lejos o el ladrido de un perro. El ritmo de sus pasos se fue ajustando poco a poco, hasta que sintió que el cuerpo encontraba su cadencia.
Al principio caminaba pendiente del reloj, calculando cuánto tardaría en llegar al siguiente pueblo. Luego se dio cuenta de que mirar la hora no tenía sentido: el Camino no se trataba de llegar, sino de estar. Guardó el reloj en el bolsillo y respiró hondo. Sintió un alivio inesperado, como si hubiera soltado una cadena invisible.
Pasó por un bosque de eucaliptos. El olor fresco y penetrante la envolvió, y por primera vez en mucho tiempo se detuvo a oler el aire con atención. En su vida anterior siempre iba deprisa: camino al trabajo, al supermercado, a las citas del médico. Nunca se permitía parar para disfrutar de algo tan simple como el aroma de los árboles. Ahora, en medio de ese bosque, entendió que lo que había llamado “rutina” era, en realidad, una carrera sin sentido.
Más adelante, encontró un grupo de peregrinos descansando junto a una fuente. La saludaron con naturalidad, como si ya la conocieran. Vera se unió a ellos, se sentó en una piedra y bebió agua fresca. No hablaron de cosas profundas, solo del calor, de lo dura que había sido la subida, de lo que planeaban cenar en el próximo albergue. Pero en esas palabras simples había una complicidad que la conmovió. No necesitaban justificarse ni adornar sus historias. Estaban unidos por el mismo camino, y eso bastaba.
Reanudó la marcha y, con cada paso, sentía cómo se iba desprendiendo de capas invisibles. La preocupación por el futuro, el resentimiento por lo perdido, el miedo a no encajar. Todo quedaba atrás con el polvo del sendero. El cuerpo dolía, sí, pero era un dolor distinto: un dolor que la hacía sentir viva.
Al llegar al siguiente pueblo, entró en una pequeña iglesia. El interior era frío y silencioso, con bancos de madera gastada y un altar sencillo. Se sentó en la penumbra, no para rezar, sino para descansar. Miró las velas encendidas por otros peregrinos y pensó en todas las intenciones que viajaban con cada llama. No encendió ninguna; no necesitaba más símbolos. La concha en su mochila era suficiente. Pero sí susurró en silencio:
—Quiero aprender a caminar más ligera.
Salió de la iglesia con un sentimiento extraño: no de devoción, sino de verdad. El Camino no le pedía fe ciega, le pedía presencia. Y eso era más difícil y más hermoso que cualquier oración.
El tramo de la tarde fue duro. El sol salió con fuerza y la mochila parecía más pesada. Las botas le rozaban los pies y cada paso era un esfuerzo. Hubo un momento en que pensó en detenerse, en tomar un autobús, en buscar atajos. Pero entonces escuchó el tintinear de la concha. Era un sonido mínimo, casi imperceptible, pero le recordó por qué estaba allí. Sonrió entre el cansancio y siguió adelante.
Al final del día, llegó al albergue agotada. El hospitalero la recibió con una sopa caliente y una cama. Vera se sentó en la mesa junto a otros peregrinos. Comieron en silencio al principio, luego comenzaron a compartir anécdotas. Uno hablaba de su familia en Italia, otro de su jubilación reciente, una mujer contaba que había dejado su trabajo en una multinacional. Todos, de algún modo, estaban buscando lo mismo: un nuevo comienzo. Vera los escuchaba con atención, sin necesidad de contar su propia historia. Se dio cuenta de que, por primera vez en años, no sentía la urgencia de explicar quién era.
Después de la cena, salió al patio. El cielo estaba despejado y lleno de estrellas. Se sentó en un banco y miró hacia arriba. Recordó su vida anterior: las noches en que se iba a la cama repasando tareas, preocupaciones, listas infinitas. Ahora solo miraba el cielo. Y en ese gesto simple encontró un descanso que nunca había conocido.
Al volver a la habitación, se acostó en la litera. El murmullo de los peregrinos alrededor era un arrullo. Cerró los ojos y pensó en lo que había aprendido ese día: que no necesitaba correr, que podía detenerse, que el silencio no era vacío, sino espacio.
Se durmió con una sonrisa, sabiendo que el Camino apenas empezaba, pero ya estaba transformando su manera de vivir.
El amanecer de aquel nuevo día la sorprendió ya despierta. El cuerpo estaba cansado, pero había en ella una energía serena que la empujaba a levantarse. Se vistió sin prisa, ajustó la mochila y salió al sendero. El aire de la mañana era frío y claro, impregnado de olor a hierba húmeda y pan horneado en alguna casa cercana. El cielo empezaba a abrirse con un resplandor naranja que iluminaba el horizonte.
Los primeros pasos fueron torpes, con las piernas rígidas del esfuerzo del día anterior. Sin embargo, poco a poco, el cuerpo se aflojó. Escuchar el sonido de sus botas sobre la tierra, el crujido de las hojas secas, el canto de los pájaros, era como entrar en un ritmo secreto que la conectaba con algo más grande que ella. Por primera vez en años, no pensaba en lo que tenía que hacer después. Solo estaba allí, paso a paso.
A mitad de la mañana, se encontró con un pequeño grupo de peregrinos que compartían pan y fruta bajo un árbol. La invitaron a sentarse. Vera aceptó, agradecida. No hablaban demasiado; bastaba con compartir el silencio, con sentir que ninguno estaba solo. Una mujer de cabello rizado le ofreció una manzana. Vera la aceptó y, al darle las gracias, notó que algo se movía dentro de ella. Era una gratitud distinta, no por la fruta, sino por la posibilidad de estar en ese momento, con esa gente, lejos de todo lo que había sido su rutina.
El camino continuó entre colinas suaves. El sol empezaba a calentar con más fuerza y el sudor le corría por la frente. En un tramo empinado, el cansancio la golpeó con dureza. Se detuvo, respirando con dificultad, y pensó en darse la vuelta. El miedo apareció con su voz antigua: no vas a poder, no es para ti, es demasiado tarde. Vera bajó la cabeza, sintió las lágrimas queriendo salir. Entonces, al levantar la vista, vio una flecha amarilla pintada en una piedra. El trazo era irregular, como si alguien lo hubiera pintado a toda prisa, pero en ese momento fue para ella como un mensaje escrito en el cielo. Una señal sencilla que decía: sigue.
Recuperó el paso, más despacio, pero con firmeza. El dolor no desapareció, pero ya no la detenía. Comprendió que el Camino no iba a quitarle el cansancio ni el miedo. Lo que le ofrecía era otra cosa: la posibilidad de atravesarlos.
Al llegar al siguiente pueblo, se detuvo en un pequeño bar. Pidió agua fresca y un bocadillo. Mientras comía, observó a otros peregrinos entrando y saliendo, con mochilas polvorientas y miradas cansadas. Cada uno cargaba sus propias historias, sus propios motivos. Y sin embargo, todos compartían el mismo sendero. Vera sintió que eso era lo que había buscado sin saberlo: pertenecer sin necesidad de explicarse.
La tarde fue más amable. El camino se abrió entre prados verdes y flores silvestres. El viento movía las hierbas con suavidad, como un susurro. Vera caminaba con un paso constante, sin apuro. El dolor en los pies estaba ahí, pero se mezclaba con la satisfacción de cada metro recorrido. Recordó los días en la oficina, cuando pasaba horas sentada frente al ordenador, con la espalda rígida y los ojos cansados. Entonces, su cuerpo estaba ausente; ahora, en cambio, estaba completamente presente.
Al final del día, llegó a otro albergue. El hospitalero, un hombre canoso de sonrisa amplia, la recibió con un apretón de manos. “Bienvenida”, le dijo, como si realmente la estuviera esperando. Vera sintió un calor en el pecho. Esa palabra, tan simple, le parecía un regalo.
El albergue era modesto, con literas alineadas y un comedor sencillo. Esa noche, la cena fue sopa caliente y pan rústico. Sentada en la mesa con otros peregrinos, Vera escuchaba risas, idiomas mezclados, anécdotas de caminos recorridos. No se esforzó por contar la suya; no lo necesitaba. Se dio cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, podía estar en un grupo sin sentir la presión de demostrar su valor.
Después de la cena, salió al patio. El cielo estaba estrellado, inmenso. Se sentó en un banco y respiró hondo. Pensó en su casa vacía, en la oficina perdida, en los años vividos para cumplir. Y luego pensó en la concha que colgaba de su mochila, tintineando cada vez que daba un paso. Esa concha ya no era solo un recuerdo guardado en un cajón: era un símbolo vivo de que estaba empezando algo nuevo.
Se dio cuenta de que había pasado de ser “la mujer despedida” a ser “la mujer que camina”. Ese cambio de identidad era más profundo que cualquier trabajo perdido o ganado. No sabía cuánto duraría, no sabía qué encontraría más adelante. Pero entendía algo esencial: ya había empezado.
Al regresar a la habitación, se acostó en la litera con una calma desconocida. No repasó tareas, no hizo listas. Simplemente se dejó sostener por el cansancio y por la certeza de que estaba en el lugar correcto. Cerró los ojos con una sonrisa. Por primera vez en mucho tiempo, durmió sintiéndose libre.
Sello de Camino – Capítulo 1: La concha en el cajón
El despido me sacó de una rutina donde me había vuelto invisible.
La concha olvidada en un cajón me recordó que aún hay llamados que esperan.
Preparar la mochila fue preparar también mi alma.
Empezar significó soltar explicaciones y atreverme a dar el primer paso.


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