Capítulo 1: La niña obediente
(Paula, 6 años – Infancia)
“No era que no supiera lo que sentía. Lo sabía muy bien.
Era que ya había aprendido que sentir no era seguro.”
Paula tenía seis años y el corazón lleno de preguntas que no se atrevía a hacer.
Desde pequeña entendió que el amor en su casa tenía condiciones. No lo decían así, nadie se lo enseñó con palabras, pero su cuerpo lo registró antes que su mente. Su infancia no fue de gritos ni castigos duros, pero estuvo tejida de silencios, de expectativas invisibles, de frases dichas con un tono que hería más que un grito. El afecto llegaba cuando se portaba bien. Y eso significaba: no molestar, no preguntar, no llorar, no necesitar demasiado.
Ya desde los tres años, Paula era una niña “fácil”, como decía su madre a otras mujeres en la peluquería.
—“Paula no da problemas. Es muy buena, muy tranquila. No como otros niños que están todo el día armando jaleo.”
Y ella escuchaba eso con una mezcla de orgullo y miedo. Orgullo porque sentía que, siendo así, mamá la quería. Miedo porque intuía que si algún día dejaba de ser esa niña tranquila, el amor podría desvanecerse.
En su casa había normas que nadie pronunciaba, pero estaban claras. No levantar la voz. No llorar sin una razón válida. No cuestionar lo que decían los mayores. No expresar demasiado entusiasmo, ni demasiada tristeza. Ni demasiado nada.
Ser moderada, ser medida, ser adecuada.
Su madre, Carmen, había sido criada en una familia aún más estricta. Había aprendido a reprimir sus emociones desde niña, y aunque amaba a Paula, sin darse cuenta le transmitía la misma carga. Tenía una forma dulce de corregir, pero cargada de juicio:
—“No seas tan dramática, cariño.”
—“¿Otra vez llorando por eso?”
—“Venga, que las niñas buenas no se enfadan así.”
Y Paula tragaba saliva y aprendía.
Aprendía a disfrazar la rabia con una sonrisa. A esconder su tristeza detrás de un “estoy bien”. A contener su alegría si era demasiado intensa. En su mundo, los extremos eran peligrosos. Lo seguro era ser discreta, educada, correcta.
En el colegio era una alumna ejemplar. La profesora la ponía de ejemplo constantemente:
—“Fijaos en Paula, qué bien se porta, qué atenta está, qué letras más limpias.”
Y los demás niños la miraban con envidia o con indiferencia. A veces se burlaban:
—“¡Ay, qué perfecta es Paula!”
Pero ella no quería destacar. Quería pasar desapercibida. No le interesaba ser la mejor, solo quería que no la regañaran. Que nadie la señalara. Que mamá la quisiera todos los días.
Una vez, en clase de plástica, les pidieron que dibujaran “cómo se sentían”. Paula dibujó un corazón partido por la mitad y una niña que lloraba por dentro pero reía por fuera. Cuando se lo entregó a la profesora, esta frunció el ceño:
—“¿No tienes nada más alegre que dibujar?”
Paula asintió con la cabeza y se fue a su pupitre. En una nueva hoja dibujó una casa, un árbol, y un sol muy grande. Y una niña con los brazos en alto.
—“Así está mejor”, dijo la profesora. Y colgó ese dibujo en la pared.
Esa noche Paula comprendió que si decía lo que sentía de verdad, no gustaba. Pero si fingía estar bien, la aprobaban. Fue la primera vez que eligió mentirse para ser querida.
En casa, Paula tenía un rincón secreto: el armario de su habitación. Se metía dentro, con su linterna y su osito de peluche, Rulo, y se inventaba historias donde era libre. Donde podía gritar, correr, llorar, reír a carcajadas. Donde no tenía que pedir permiso para ser ella.
Allí dentro, hablaba con Rulo como si fuera su confidente:
—“Hoy he querido decirle a la profe que estaba triste… pero no lo he hecho.”
—“Mamá se ha enfadado porque he hecho ruido. No lo volveré a hacer.”
—“Yo quiero ser como el mar, Rulo. ¿Tú crees que se puede ser mar sin que nadie se enfade?”
A veces Paula soñaba con volar. Se imaginaba con alas enormes saliendo por la ventana de su habitación, lejos de las reglas, de los “tienes que”, de los “eso no se dice”. En sus sueños, podía hablar con animales, cantar en voz alta sin que la callaran, decir “no” sin miedo. Se despertaba con el corazón acelerado y una nostalgia extraña. Como si su alma supiera que había nacido para algo más que agradar.
Pero entonces sonaba la voz de su madre desde la cocina:
—“¡Paula, desayuna ya, que llegas tarde!”
Y volvía al mundo real. Al uniforme. Al pelo recogido sin un pelo fuera de lugar. A los deberes hechos, a la letra limpia, al silencio emocional.
A medida que crecía, Paula empezó a tener síntomas que nadie entendía. Dolores de barriga antes de ir al cole. Ganas de llorar sin razón. Momentos en los que se quedaba callada durante horas sin saber por qué. El pediatra decía que era “ansiedad leve”. Su madre decía que era “pura sensibilidad”.
—“Esta niña es demasiado sensible”, decía a veces con resignación. “Todo le afecta.”
Paula escuchaba eso y sentía que su sensibilidad era un problema. Algo que debía corregir. Algo que debía esconder como se esconden los calcetines rotos en el cajón.
Y lo hizo. Aprendió a parecer fuerte. A decir que todo iba bien. A no molestar.
Pero una parte suya —una parte silenciada, dormida— empezaba a protestar. En sueños, en dibujos, en cuentos que inventaba y que nunca mostraba a nadie. En ellos, siempre aparecía una niña que tenía que escapar de una casa de cristal. Una casa hermosa, perfecta, limpia… pero que no tenía puertas.
Una prisión disfrazada de hogar.
Un día, en la escuela, Paula se cayó en el recreo y se raspó la rodilla. Le sangraba un poco, pero no lloró. Se levantó rápido, se sacudió la tierra y volvió al juego. Cuando su amiga Sara le preguntó si le dolía, dijo que no.
—“No pasa nada”, respondió.
Pero esa noche, mientras su madre le curaba con betadine, las lágrimas le brotaron.
—“¿Y ahora por qué lloras, si ya pasó?”, dijo su madre sin dureza, pero sin comprender.
Paula no supo explicarlo. No sabía que no lloraba solo por la herida en la pierna. Lloraba por todas las veces que no había llorado. Por todas las veces que se había hecho daño por dentro y nadie lo había visto.
Tenía miedo de molestar. De ser demasiado.
Y también tenía miedo de desaparecer.
Vivía entre dos extremos: el temor a ser rechazada si mostraba su verdad… y el dolor de no ser vista cuando se callaba.
Empezaba a intuir, aunque no sabía cómo ponerle nombre, que había una contradicción en su forma de estar en el mundo.
Era amada por quienes no conocían su verdad.
Y no conocía el amor de quienes podrían haber amado su verdad.
Una tarde de otoño, su abuela le contó la historia de una bisabuela que había querido ser escritora, pero que su padre no se lo permitió.
—“Eso no era cosa de mujeres”, decía el abuelo. “Las mujeres a cuidar, no a escribir.”
Paula escuchó esa historia y sintió una rabia desconocida. Le ardían las mejillas.
—“¿Y por qué no luchó?”
—“Porque era otra época, hija. Había que agachar la cabeza.”
—“¿Y tú también la agachaste, abuela?”
La anciana sonrió con una tristeza que a Paula le quedó grabada.
—“Todas la agachamos un poco, cielo. Algunas, toda la vida.”
Y en ese momento, algo dentro de ella se movió. Como una semilla que empezaba a germinar en la tierra silenciosa de su alma. Una semilla que decía: yo no quiero agachar la cabeza. Yo quiero levantarla. Yo quiero ser diferente.
Pero todavía era pequeña. Y el peso de agradar era más fuerte que la voz de su yo auténtico.
Cada día era una coreografía perfecta: agradar en casa, cumplir en el cole, no salirse del guion. Aplaudían sus buenas notas, pero nadie aplaudía su creatividad. Celebraban su silencio, pero no su profundidad. La querían cuando no molestaba. Pero su alma quería algo más.
Quería vivir con la puerta abierta.
Quería gritar sin ser censurada.
Quería bailar descalza en la cocina sin ser mirada raro.
Quería ser ella. Con sus luces, sus sombras, sus preguntas, su fuego.
Y entonces, una noche, se asomó a la ventana de su cuarto. Miró el cielo. Y dijo en voz muy bajita:
—“Si algún día puedo ser yo sin miedo… lo haré. Lo prometo.”
No sabía que acababa de hacer un pacto con su alma. Un pacto que tardaría años en honrar. Que la llevaría por caminos difíciles, por duelos internos, por rupturas y renacimientos. Pero esa noche, Paula, la niña obediente, plantó la primera semilla de su libertad.
Y aunque aún no lo sabía…
nada la detendría.
Reflexión del Capítulo 1: La niña obediente
Ahí donde empieza la vida, también empieza el condicionamiento.
Una niña que aprende pronto que callar es más seguro que sentir.
Que agradar es más valioso que ser.
Que hay amor, sí… pero con condiciones.
Y así, la libertad se vuelve un lujo.
El cuerpo, un refugio donde esconderse.
El alma, una semilla enterrada, esperando a que alguien la vea.
Nadie le dijo que no hacía falta merecer el amor.
Nadie le enseñó que ya era suficiente por ser.
Y ese olvido fue su herida más temprana.


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