Capítulo 1– Cuando el cuerpo grita lo que el alma calla
El zumbido que no cesa.
El zumbido comenzó un martes a las 7:12 de la mañana. No lo olvidaría nunca, aunque por aquel entonces no tuviera forma de saber que ese sonido tenue, casi imperceptible, marcaría el inicio de todo. Estaba en el baño, con la cara a medio afeitar, cuando lo sintió por primera vez: un silbido agudo y constante en su oído izquierdo, como si alguien hubiera dejado encendido un televisor antiguo en el fondo de una habitación vacía. Pensó que era un ruido de la calle, o tal vez el extractor de aire. Se detuvo a escuchar con más atención. Pero no, venía de dentro.
Se quedó inmóvil, con la cuchilla suspendida en el aire y la espuma de afeitar empezando a secarse sobre su mejilla. Frunció el ceño y ladeó la cabeza. El sonido no cambiaba. No aumentaba ni disminuía. Solo estaba ahí, vibrando, como una presencia sutil que no pedía permiso para habitarlo. Movió la mandíbula, se frotó la oreja, bebió un poco de agua. Nada. El zumbido persistía. Pero tenía una reunión en pocas horas, así que hizo lo que sabía hacer mejor: lo ignoró.
Era algo que había perfeccionado a lo largo de los años. Esa habilidad casi quirúrgica de silenciar lo incómodo, de barrer bajo la alfombra cada emoción que no encajara en su cuadrícula mental. Lo había aprendido de pequeño, sin darse cuenta. Su madre siempre le decía que los hombres no debían hacer escándalo por tonterías, que había que ser fuerte, contenerse, pensar antes de sentir. Gael creció con la certeza de que las emociones eran un lujo innecesario, una fragilidad que no podía permitirse si quería avanzar.
El agua de la ducha cayó sobre él como una lluvia sin temperatura. Ni fría ni caliente. Neutra. Como casi todo en su vida últimamente. Miró su reflejo en el espejo empañado y apenas se reconoció. Los años habían pasado sin aviso. A sus 43, su rostro seguía siendo atractivo en un sentido discreto, con la mandíbula bien marcada, ojos color miel y una expresión que oscilaba entre la calma y la evasión. Pero algo en su mirada estaba distinto. No era cansancio. Era otra cosa. Una especie de pérdida difusa. Como si una parte de él se hubiera ido hace tiempo y recién ahora se diera cuenta.
En la cocina, el olor a café llenaba el ambiente con una calidez que no lograba tocarlo. Elsa ya se había ido. Siempre salía antes que él. Sobre la encimera, una taza tibia y una nota escrita con su letra fina: “Te dejé la presentación en la carpeta azul. Vas a hacerlo genial. Te amo.” Gael la leyó en voz baja, como si las palabras no fueran para él. Le gustaba Julia. Mucho. Vivían juntos desde hacía tres años. Era brillante, dulce, intensa. Una mujer de esas que mueven el aire cuando entran en una habitación. Pero últimamente la sentía lejana. O tal vez era él el que se había alejado sin darse cuenta. Como si algo invisible lo estuviera absorbiendo desde dentro, alejándolo de todo lo que amaba sin razón aparente.
Salió al trabajo con el zumbido aún en el oído. Llevaba los auriculares puestos, pero la música no lo tapaba. Lo sentía igual, detrás de las canciones, como un testigo que no descansaba. La ciudad se desplegaba ante él con su ritmo habitual: bocinas, semáforos, peatones apresurados, cafés con terrazas llenas. Todo seguía igual. Todo parecía en orden. Pero Gael caminaba con una extraña sensación de estar fuera de lugar, como si lo hubieran colocado en una escenografía ajena.
En la oficina, los compañeros le hicieron bromas sobre su camisa nueva y le desearon suerte para la presentación. Él sonrió, agradeció, fingió entusiasmo. Se le daba bien. Sabía responder con amabilidad automática. Su jefe lo miró con aprobación. “Tienes todo para ascender este año, Gael. Solo sigue así.” Y él asintió, aunque por dentro sintiera que cada paso hacia “arriba” lo alejaba más de sí mismo.
Durante la presentación, el zumbido se hizo más presente. Como si subiera de volumen justo cuando trataba de concentrarse. Las gráficas se le mezclaban en la cabeza, las palabras le salían correctas pero sin alma. Terminó el discurso con una ovación leve, protocolaria. Sabía que había estado bien. Ni mal ni brillante. Correcto. Como todo en su vida. Como él.
Al llegar al garaje subterráneo, se detuvo frente al ascensor. Las puertas se abrieron, y se vio reflejado en el espejo interior. Algo en su rostro le dio un vuelco en el estómago. Era él, sí. Pero con una expresión extraña. Vacía. Como si no hubiera nadie detrás de esos ojos. Tragó saliva y subió al coche sin decir nada. No podía explicarlo. Solo sabía que algo no estaba bien.
Esa noche, mientras Elsa le contaba entusiasmada una anécdota del trabajo, Gael apenas la escuchaba. El zumbido seguía. Su cuerpo estaba tenso, el estómago revuelto. Se frotó las sienes y asintió mecánicamente. Ella se detuvo un momento.
—¿Estás bien, amor? —preguntó con suavidad.
—Sí, solo... un poco cansado —respondió sin mirarla.
Elsa lo observó con cierta preocupación, pero no insistió. Gael sabía cómo cerrar la conversación con su tono. Había aprendido a construir muros invisibles que mantenían a los demás fuera sin que se dieran cuenta.
Se acostaron en silencio. Elsa cayó dormida rápidamente, como siempre. Él no. Estuvo dando vueltas en la cama durante horas. El zumbido parecía más fuerte en la oscuridad. Como si el silencio le diera espacio para crecer. Se levantó y fue a la cocina. Se sirvió un vaso de agua y encendió su viejo portátil. Una necesidad inexplicable lo empujó a abrir la carpeta de fotos antiguas. No lo hacía desde hacía años.
Aparecieron imágenes en miniatura: cumpleaños, veranos en la playa, navidades. Y allí, en medio de todo, una foto en particular lo dejó sin aire. Era él, con seis años, de pie en el jardín de su abuela. Sostenía una rama de laurel como si fuera una espada mágica. Llevaba una camiseta blanca con una mancha de pintura azul, los pantalones cortos caídos y una sonrisa que parecía abrir el cielo.
Gael se quedó mirándolo. Ese niño no tenía miedo. Ese niño jugaba como si el mundo le perteneciera. Ese niño era él… y no. Porque hacía tiempo que no se sentía así. Ni libre, ni liviano, ni vivo. Era como si ese niño lo estuviera mirando desde el pasado y le dijera: “¿Dónde estás? ¿Por qué me dejaste?”
Y entonces ocurrió algo que no esperaba. Una lágrima le cayó por la mejilla. Silenciosa, tibia, sin previo aviso. Le siguió otra. Y otra. Hasta que tuvo que cerrar el portátil y quedarse con la frente apoyada sobre la mesa, sintiendo que algo dentro de él se había quebrado sin saber exactamente qué.
El zumbido seguía.
Pero ahora ya no era solo un sonido.
Era un llamado.
Cuando el cuerpo no obedece.
La mañana siguiente amaneció con una presión sorda en la nuca y una rigidez extraña en el pecho. Gael abrió los ojos con la sensación de no haber dormido en absoluto. Como si hubiese pasado la noche corriendo por un bosque invisible, perseguido por algo que no lograba ver. Al incorporarse, notó que el zumbido seguía ahí. No se había ido ni un segundo. Y ahora venía acompañado de un hormigueo leve en las manos y una sensación de cansancio desproporcionado.
Se miró en el espejo del baño y suspiró. Tenía los ojos hinchados y la piel pálida. Se lavó la cara con agua fría, se aplicó el sérum revitalizante que solía usar cuando tenía reuniones importantes y trató de convencerse de que solo era estrés. El trabajo, las obligaciones, las expectativas. Nada fuera de lo común.
Mientras se vestía, notó que la camisa que siempre le sentaba bien hoy le apretaba el cuello. Se sintió incómodo en su propia ropa, como si no encajara en su propia vida. Pero no dijo nada. No pensó nada. Solo apretó los dientes y siguió.
Durante el desayuno, Elsa lo miraba en silencio. Tenía una habilidad especial para percibir las cosas que él no decía.
—Estás raro —dijo al fin, con ese tono entre curioso y preocupado que usaba cuando intentaba no parecer invasiva.
—No dormí bien —respondió él, sin más.
—¿Por qué no me lo dijiste anoche?
—No quería despertarte.
Elsa se quedó callada. Tenía el ceño fruncido, pero evitó insistir. Sabía que cuando él se cerraba, no había puerta que abrir.
En el coche, camino al trabajo, Gael sintió una punzada aguda en el estómago. Era como si una mano invisible lo apretara desde dentro. Pensó que tal vez era algo que había comido. O el café. O simplemente tensión. Se obligó a respirar hondo. Inspiró por la nariz, contó hasta cuatro, exhaló lentamente. Como había leído en alguna parte. Como hacía cuando sentía que el mundo se volvía demasiado.
Pero esa mañana, ni siquiera respirar lo aliviaba.
Al llegar a la oficina, saludó a sus compañeros con una sonrisa automática. Se encerró en su despacho y fingió estar ocupado. Abrió correos, revisó presupuestos, programó reuniones que no necesitaba. Pero no podía concentrarse. El zumbido, el malestar en el pecho, la tensión en la mandíbula… todo se había intensificado. Era como si su cuerpo estuviera hablando en un idioma que no entendía, pero que tampoco podía ignorar por más tiempo.
A media mañana, llamó al centro médico y pidió una cita. El mismo día, por favor. Le dieron hora a las 17:30. Le dijo a su jefe que no se sentía bien y que necesitaba salir antes. Nadie cuestionó nada. Gael no era de los que ponían excusas. Nunca había sido de faltar, ni de quejarse.
Cuando llegó a la clínica, lo atendió una médica joven, amable, con acento andaluz. Le tomó la tensión, escuchó su corazón, revisó su historial.
—¿Has tenido episodios de vértigo? —preguntó mientras anotaba en su tablet.
—No. Solo este zumbido... y una especie de cansancio que no sé explicar.
—¿Estrés en el trabajo?
—Sí, supongo. Pero nada fuera de lo normal.
Ella lo miró un instante, como si supiera que había algo más pero decidiera no decirlo.
—Voy a pedirte análisis de sangre y una audiometría. Puede ser algo del oído interno. ¿Duermes bien?
—No últimamente.
—¿Pesadillas?
Gael se encogió de hombros.
—No recuerdo. Solo me despierto cansado.
La doctora asintió y le entregó las órdenes. Nada urgente. Nada alarmante. Ningún diagnóstico. Solo una lista de pruebas que no prometían respuestas. Gael salió de la consulta con una mezcla de alivio y decepción. Alivio porque no parecía ser algo grave. Decepción porque, en el fondo, deseaba que lo fuera. Que tuviera nombre. Que pudiera combatirse con una pastilla.
Porque si no era físico… ¿qué era?
De camino a casa, sintió que algo se le removía en el estómago. Una incomodidad antigua. No era miedo. Era algo más profundo. Algo que no quería mirar. Recordó de pronto una conversación con su abuela, cuando tenía diez años. Ella le había dicho una vez, mientras le preparaba pan con miel: “El cuerpo no miente nunca, Gael. Él te avisa lo que tu boca no se atreve a decir.”
En ese momento, le había parecido una frase extraña. Ahora, resonaba como una profecía.
Al llegar al apartamento, Elsa aún no había vuelto. Gael se quitó los zapatos, se desabrochó la camisa y se sentó en el sofá con las luces apagadas. Se quedó allí, inmóvil, durante minutos que parecieron horas. Escuchaba los sonidos de la calle, el tráfico, el murmullo lejano de la televisión de algún vecino. Pero, sobre todo, escuchaba su propio silencio. Ese que había aprendido a ignorar con tanto esmero.
Cerró los ojos y trató de recordar la última vez que se sintió verdaderamente en paz. No lo logró. Buscó en su memoria momentos de alegría plena, de risa espontánea, de juego. Lo más cercano era una tarde en el campo con su abuelo, cazando grillos con un tarro de cristal. Recordó el olor a hierba, el calor del sol en la espalda, la voz ronca de su abuelo diciéndole: “Escucha, Gael, si estás quieto, puedes oír cómo canta la tierra.”
Abrió los ojos de golpe. Sintió un nudo en la garganta.
¿Desde cuándo no se detenía a escuchar nada?
Elsa llegó una hora después. Traía bolsas con comida india y una sonrisa agotada. Se acercó a él y le dio un beso en la frente.
—¿Te sientes mejor?
—Fui al médico.
—¿Y?
—Nada serio, dijo. Me harán algunas pruebas.
Elsa lo miró en silencio. No preguntó más. Puso la mesa. Encendió unas velas. Puso música suave. Hizo todo lo que solía hacer para crear hogar. Pero esa noche, el hogar no estaba dentro de Gael.
Comieron casi sin hablar. Él comía por obligación, sin hambre. Sentía el cuerpo pesado, como si estuviera habitado por una presencia ajena. Cada bocado le caía como plomo. Cuando terminaron, se ofreció a lavar los platos, solo para tener algo entre las manos.
Elsa se acercó por detrás y le rodeó la cintura.
—¿Puedo hacer algo por ti? —susurró.
Gael cerró los ojos. Su cuerpo sí quería ese contacto. Pero su alma estaba lejos.
—No lo sé.
Ella lo soltó sin reproche. Y fue a ducharse.
Esa noche no hubo caricias. No hubo conversación. Solo el zumbido. Y ese silencio espeso entre ellos que crecía como una grieta invisible.
Al meterse en la cama, Gael se dio cuenta de algo perturbador: no tenía miedo de enfermar.
Tenía miedo de recordar.
Porque si escuchaba al cuerpo, tendría que escuchar también todo lo que había callado durante años.
Y eso… eso dolía más que cualquier diagnóstico.
El día en que no pude sostenerme.
El jueves amaneció con una quietud extraña. No era calma. Era ausencia. Como si el cuerpo de Gael se hubiese vaciado durante la noche. No sentía dolor, ni zumbido, ni ansiedad. Tampoco sentía su cuerpo.
Al abrir los ojos, lo primero que pensó fue: “No quiero levantarme.”
Y no era una queja común. Era una certeza espesa. Una especie de parálisis emocional que se le pegaba a los músculos, al pecho, a la mirada. El mundo seguía girando, lo sabía. Pero él no tenía fuerza ni para moverse.
Elsa ya se había ido. Sobre la mesa, el café de cada mañana —aún humeante— y una tostada con mermelada de frutos rojos. También había dejado una nota con un dibujo infantil de una estrella feliz y la frase: “Hoy será un buen día, aunque no lo parezca.”
La dulzura de ese gesto le dolió. Porque sabía que Elsa intuía que algo se estaba quebrando. Y él no sabía cómo incluirla sin arrastrarla con él.
Permaneció sentado a la orilla de la cama durante más de media hora. Los codos apoyados en las rodillas, las manos colgando, los pies sobre el suelo frío. Su respiración era densa, como si el aire pesara.
Cuando al fin se levantó, notó un temblor leve en las piernas. Caminó lentamente hasta el baño. Al mirarse al espejo, se sintió como un actor que aún no ha salido de personaje. Esa imagen que lo miraba no se parecía al niño que vio en la foto días atrás. No se parecía siquiera al hombre que él pensaba que era. Era otro. Uno más viejo, más gris, más perdido.
La ducha no lo despertó. El agua caliente parecía no tener efecto sobre su piel. Salió con la toalla colgando del hombro, se vistió con lentitud. Cada movimiento le costaba como si llevara piedras atadas al cuerpo.
Al llegar al garaje, una luz le golpeó directamente los ojos. Cerró los párpados con fuerza y se apoyó contra el coche.
Un mareo le dobló las rodillas.
Por un instante, todo fue blanco. Ruido. Vértigo. Silencio.
Despertó en el suelo del garaje, con la cabeza apoyada contra la rueda trasera y el corazón golpeando fuerte. No sabía cuánto tiempo había pasado. Tal vez un minuto. Tal vez diez.
Respiró hondo. El zumbido había regresado, acompañado de un pitido sordo, como si el cuerpo le gritara: “Detente. Ya no puedo sostener esto por ti.”
Se levantó como pudo, se sentó en el asiento del conductor y se quedó allí, temblando. No arrancó el coche. No llamó a nadie. Solo cerró los ojos y dejó que las lágrimas le subieran sin violencia. No lloró con ruido. No lloró con pena. Lloró como quien cede. Como quien ya no puede seguir fingiendo que está bien.
Ese día no fue a trabajar. No avisó. Apagó el móvil. Se quedó en casa con las persianas bajadas y el silencio invadiéndolo todo.
Elsa le escribió varios mensajes. Al principio con dulzura. Luego con preocupación. Finalmente con silencio también.
Gael no respondió ninguno.
Se recostó en el sofá con una manta vieja que tenía desde su época universitaria. Cerró los ojos y dejó que su mente flotara. Los pensamientos eran fragmentos, frases sin terminar, imágenes confusas. Su abuelo enseñándole a pescar. La voz de su padre gritándole que “deje de andar con tonterías”. Su madre doblando ropa en silencio. La foto de sí mismo de niño. El sonido del viento en una cabaña antigua que no sabía si era real o imaginada.
En algún momento se quedó dormido. Pero no descansó. Soñó con una habitación oscura, con una puerta que no lograba abrir. Del otro lado, alguien lloraba. No veía quién. Solo escuchaba ese llanto ahogado, como de un niño solo, como de él mismo.
Despertó sobresaltado, con el pecho sudado y las manos heladas. El reloj marcaba las 18:42. Había perdido todo el día. Pero por primera vez en semanas, algo dentro de él se había roto lo suficiente como para abrirse.
Fue hasta el baño, se lavó la cara, se miró al espejo otra vez. Esta vez no buscó reconocerse. Solo se quedó ahí, mirándose como se mira a un extraño que, en el fondo, sabes que te duele.
—No sé qué te pasa, pero ya no puedo más —se dijo en voz baja.
Fue entonces cuando lo recordó.
Una antigua amiga suya, Lucía, con la que había coincidido en la universidad, le había hablado alguna vez de una mujer que “leía el alma”. Así lo había dicho, sin vergüenza.
—No es psicóloga ni curandera ni médico. Es... otra cosa. Te ayuda a recordar. Como si abriera un libro que habías escondido bajo la cama.
En ese momento, Gael se había reído. ¿Un libro escondido bajo la cama? ¿Qué clase de metáfora es esa?
Pero ahora… ahora todo en él era una metáfora no comprendida.
Buscó el nombre en el chat viejo con Lucía.
Ahí estaba: Julia.
Una nota de voz guardada de hace tres años.
Lucía decía: “Si algún día te pasa lo que me pasó a mí, llámala. No importa cuándo. Solo dile que necesitas recordar.”
Gael se quedó con el teléfono en la mano. No marcó.
Todavía no.
Esa noche, se preparó una sopa de sobre. No tenía hambre.
Elsa llegó pasadas las nueve, con el ceño fruncido y las llaves tintineando.
—¿Estás vivo? —preguntó con una mezcla de ironía y dolor.
Gael la miró sin saber qué decir.
—Me desmayé esta mañana —fue lo único que logró articular.
Ella palideció.
—¿Qué? ¿Dónde?
—En el garaje. Solo un momento. Estoy bien.
Elsa no dijo nada. Se acercó, lo abrazó fuerte.
Él no respondió al abrazo. No porque no quisiera. Sino porque no podía.
Estaba empezando a vaciarse de lo que no era.
Y aún no sabía quién quedaría después.
Lo que mi padre no dijo.
Esa noche, después del abrazo mudo de Elsa, Gael se encerró en la habitación que usaban como despacho. No tenía fuerzas para hablar, pero tampoco para dormir. Se sentó frente al escritorio desordenado, con la lámpara encendida, y observó los papeles acumulados, los libros que ya no recordaba haber comprado, y una pequeña caja de madera en la esquina más alta de la estantería. Una caja que no había tocado en años.
Se levantó con lentitud, la bajó y la colocó sobre la mesa. Era de roble viejo, sin llave, con una tapa gastada que su padre le había dado cuando cumplió veinte. “Guarda lo importante aquí”, le había dicho, sin más.
Gael no recordaba haber guardado nada importante en ella.
Al abrirla, el olor a tiempo contenido le golpeó la nariz: polvo, papel envejecido, algo parecido al tabaco antiguo. Dentro, encontró pocas cosas: una pulsera de cuero trenzado, una carta arrugada sin firmar, un billete de tren con fecha de 1999, y una fotografía en blanco y negro. En la imagen, él tendría unos siete años. Estaba con su padre en una feria, de pie frente a un puesto de pesca de patitos de plástico. Su padre le sujetaba por los hombros. Ninguno sonreía. La imagen capturaba el instante exacto en que algo no estaba ocurriendo.
Gael sintió un temblor leve en las manos. Su padre había muerto hacía cinco años, de un infarto fulminante. Nunca tuvieron una relación fluida. Su infancia estaba marcada por los silencios de ese hombre duro, previsible, mecánico. El tipo de padre que proveía pero no preguntaba, que te llevaba al colegio sin decir una palabra y que te felicitaba por tus notas como si fueran un trámite más.
En los últimos años, apenas se hablaban. Las conversaciones eran formales, inofensivas. Como si ambos hubieran firmado un pacto tácito de no tocar lo profundo. Gael no recordaba una sola vez que su padre le hubiera preguntado cómo se sentía. Y él, por supuesto, jamás se lo había contado.
Pero ahora, con esa foto entre los dedos, una grieta se abrió en la superficie.
Recordó una noche en particular. Tenía doce años. Había llegado del colegio con una mezcla de angustia y rabia que no sabía nombrar. Ese día, en clase, un compañero lo había empujado contra el suelo y se había burlado de su forma de hablar. Gael no había reaccionado. Solo se quedó quieto, mirando al suelo, deseando desaparecer.
Esa noche, su padre lo vio llorando a escondidas en la cocina. Se acercó y, en vez de abrazarlo, le dijo:
—Levántate. Eso no es nada. No puedes dejar que te vean débil.
La frase se le clavó como un cuchillo. Desde entonces, se prometió no llorar delante de nadie. Nunca más.
Ahora, sentado en su escritorio, con la foto en la mano y el zumbido agudo como un canto fantasma, entendía que aquella promesa lo había secado por dentro. Que desde entonces vivía disfrazado de fuerza. Que su cuerpo había obedecido durante décadas… hasta que ya no pudo más.
La carta sin firmar llamó su atención. Era una hoja doblada en cuatro, escrita con tinta azul. Reconoció la letra: era la de su padre.
"Gael.
Si estás leyendo esto, probablemente yo ya no esté. No soy bueno con las palabras. Nunca lo fui.
Solo quiero decirte que te vi. Siempre. Que me costó entenderte, pero eso no significa que no te haya amado.
Me dolía ver que eras tan distinto a mí. Me descolocaba. Me recordabas a mi hermano, el que murió joven.
Quise protegerte de todo, y al final solo te alejé.
Perdón por no haberte preguntado más. Por no saber cómo sostener tu alma cuando aún eras niño.
Si algún día sientes que no puedes más, recuerda que hay algo en ti que yo nunca supe honrar: tu sensibilidad.
No la pierdas. Ella es tu fuerza.”
Gael dejó caer la carta sobre la mesa como si quemara. Las lágrimas le brotaron sin aviso, esta vez con un dolor nuevo. Un llanto antiguo, sin forma, sin rabia, sin culpa. Solo verdad.
Se dejó caer de rodillas en el suelo. Abrazó la caja vacía. Se sintió vacío también. Pero no en el mal sentido. Era un vacío que traía aire. Un espacio recién abierto donde antes había piedra.
Esa madrugada no durmió. Se quedó en el sofá con una manta, respirando. Sintió que algo se había aflojado dentro de su pecho. Que el dolor no se había ido, pero por primera vez… estaba acompañado.
Y en medio del silencio, el zumbido bajó de volumen.
Aún estaba ahí.
Pero ahora… lo escuchaba sin miedo.
El arte de rendirse.
El amanecer lo encontró sentado junto a la ventana, con una taza de té entre las manos y la carta de su padre aún sobre la mesa. No había dormido ni un minuto, pero no sentía agotamiento. Era otra cosa. Una especie de lucidez opaca, como cuando la tormenta cesa y uno no sabe si el silencio que queda es calma o preludio.
Afuera, la ciudad despertaba en su ritmo habitual: persianas que se abrían, coches que encendían motores, perros que tiraban de correas. Gael miraba todo desde la distancia. No le resultaba ajeno. Le resultaba indiferente.
Pensó en Elsa aún dormida en la habitación. En su ternura cansada, en su forma de sostener sin preguntar demasiado. Llevaba tiempo sintiendo que algo entre ellos se enfriaba. No por desamor, sino por desconexión. Como si cada uno hubiera comenzado a orbitar en sistemas diferentes. Él, hacia adentro. Ella, hacia adelante.
Bebió un sorbo del té y se obligó a sentir el sabor. Tenía notas de jengibre y algo de miel. No era su favorito, pero era lo único que quedaba. Notó la temperatura en la lengua, el leve ardor en la garganta. Pequeños detalles que solía pasar por alto. Pequeñas presencias del cuerpo que ahora lo sorprendían por su intensidad.
Era como si el alma empezara a tomar asiento en su piel.
Se levantó y caminó hasta la estantería donde guardaba libros que no había leído. Tomó uno al azar. Lo abrió por la mitad. Una frase subrayada lo atrapó como un anzuelo:
"El despertar no es una iluminación repentina. Es un proceso lento de desnudarse."
Cerró el libro de inmediato. No podía leer más. Pero esas palabras se le quedaron pegadas al pecho.
¿Y si lo que estaba viviendo no era una crisis, sino un desnudamiento? ¿Y si no se trataba de arreglarse, sino de recordarse?
Ese pensamiento lo estremeció.
Porque no sabía quién era sin todas las capas que había construido: el profesional eficiente, el hombre que no molesta, el hijo obediente, el compañero razonable.
Gael se acercó al espejo del pasillo. No se miró buscando defectos, como solía hacer. Esta vez, solo se quedó frente a su reflejo con una pregunta muda. Y por primera vez en mucho tiempo, sintió algo parecido a compasión por sí mismo.
No lástima. Compasión. La conciencia amorosa de saberse humano, herido y vivo.
Volvió al despacho y buscó su teléfono. Dudó unos segundos. Luego abrió el chat antiguo con Lucía. El mensaje de voz seguía allí, como si el tiempo no hubiera pasado.
Lo reprodujo con el corazón apretado:
—Gael, si algún día te pasa lo que me pasó a mí, llámala. No importa cuándo. Solo dile que necesitas recordar.
Lucía no era de exagerar. Era práctica, escéptica incluso. El hecho de que hablara con esa convicción le daba peso a sus palabras.
Gael marcó su número con manos temblorosas. Sonó una vez. Dos. Tres.
—¿Sí? —respondió una voz femenina, pausada, sin apuro.
—Hola… ¿Julia?
—Sí. ¿Quién habla?
—Me llamo Gael. Me dio tu contacto una amiga… Lucía, hace tiempo.
Hubo una pausa breve, casi imperceptible.
—Ajá. ¿Qué necesitas, Gael?
Tragó saliva. El zumbido en el oído vibró con intensidad, como si supiera que ese momento era un umbral.
—Necesito… recordar —dijo al fin, con un hilo de voz.
Del otro lado, silencio. Luego, una respiración profunda.
—Bien. Entonces ven.
¿Puedes esta tarde?
—Sí —respondió sin pensarlo.
—Te enviaré la dirección por mensaje. Solo tráete a ti mismo. Y si puedes… no vengas corriendo. Ven caminando.
Lento. Con presencia.
—Está bien.
—Nos vemos a las cinco —dijo, y colgó.
Gael se quedó con el teléfono en la mano, como si pesara más de lo normal. El corazón le latía fuerte. No por miedo. Por algo más parecido a… una señal de vida.
Durante el día, trató de no pensarlo demasiado. Se duchó. Ordenó la casa. Respondió algunos correos del trabajo. Le escribió a Elsa un mensaje simple: “Hoy me tomaré la tarde para mí. Hablamos esta noche.”
Ella respondió con un emoji de corazón. Nada más.
A las cuatro en punto salió de casa. Eligió no coger el coche. Caminó como le había dicho Julia. Sin prisa. Mirando los árboles, los escaparates, los niños saliendo del colegio. Notó por primera vez que muchas personas llevaban los ojos tristes. Como él. Como si la ciudad estuviera hecha de almas que se fingían enteras.
El lugar quedaba en una calle pequeña, de esas que parecen fuera del tiempo. Una fachada blanca, sin cartel. Solo una puerta de madera con una aldaba antigua. Gael tocó dos veces.
Se abrió sola.
Entró en un espacio cálido, con olor a incienso y luz tenue. No había música. Solo silencio. Y en medio de ese silencio, Julia.
Una mujer de cabello largo y canoso, piel de tierra, ojos de selva. No le sonrió. Solo lo miró. Como si ya lo conociera. Como si lo hubiera estado esperando desde hacía siglos.
—Te sentaste sobre ti mismo durante demasiado tiempo, ¿verdad? —dijo sin más.
Gael sintió un nudo en la garganta. No podía hablar.
—Tranquilo. No tienes que explicarme nada. Solo siéntate. Y deja que el alma se acomode.
Se sentó. Cerró los ojos.
Y por primera vez en años, no huyó de sí.


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